Texto extraído del libro:
Drácula. Vlad Tepes, el Empalador, y sus antepasados.
Ralf-Peter Märtin.
Puede que al lector le decepcione saber que ninguna tradición conocida le atribuye a Vlad Tepes propiedades vampirescas. Las leyendas alemanas y húngaras, que durante la primera mitad del siglo XVI tuvieron una asombrosa difusión en el norte y aún más en el sur de Alemania, lo describen como “bárbaro y tirano”. Por el contrario, los rusos se han apropiado de Vlad Tepes para su propia mitología. Después del dominio de Iván IV el Terrible (en realidad, el Severo, del ruso groznyj) entre 1546 y 1584, en los escritos sobre Drácula el título de “voivoda” fue reemplazado por el de “zar”, y el mismo Vlad Tepes recibió el apodo de groznyj. Con el paso del tiempo, se produjo una confusión voluntaria, de tal manera que, hoy, el episodio de los embajadores, en el que se clavetea el turbante en la cabeza de uno de ellos, es atribuido a Iván IV.
A mediados del siglo XVI, el interés alemán por el Trakle waida decayó rápidamente, mientras el ruso se mantuvo intacto hasta comienzos del siglo XVIII. En la Rumanía del siglo XIX, en el punto culminante del movimiento nacional por la libertad y la renovación, se prestó otra vez atención a Vlad Tepes. Mijaíl Eminescu (1850-1889), un poeta nacionalista rumano, alabó en un breve poema (<Scrisoarea III>, 1881) el heroico pasado del príncipe rumano, anhelando la existencia de un Vlad Tepes que se lanzase sobre los filisteos, la corrupta sociedad de Bucarest y los malos políticos. Por el contrario, Vasile Alexandri (1819-1890), uno de los más importantes autores de teatro rumanos, tachó a Vlad Tepes de corrupto, indigno de narración alguna. Colocaba al príncipe a la altura de los sanguinarios tiranos turcos. El lírico Ion N. Theodorescu (o sea Tudor Arghezi, 1880-1967) sostuvo una posición ambigua. Atribuyó a Vlad Tepes un concepto político, aunque opinaba que no se puede mejorar la situación de un país con semejantes métodos. Hasta Stoker no se concibió tradición literaria alguna que conectara a Vlad Tepes con el vampirismo.
Hubiera podido ser distinto. Si se busca al vampiro en Vlad Tepes, muchas son las referencias que pueden tomarse en serio, ya que ¿quién se vuelve vampiro? Pues aquél a quien ha mordido otro vampiro; pero este tipo de víctimas no es el más frecuente. Clásicamente, existen dos concepciones: la concepción en vampiro se debe, o bien a una muerte, o bien a un castigo.
En el primer caso, se parte de la idea de que toda vida desea ser vivida hasta el final. Una súbita intromisión, un accidente fatal, un suicidio, la muerte en la cuna, el asesinato, etcétera, interrumpen el curso natural de la vida y hacen que el alma no pueda hallar paz en su tumba. En el segundo caso, se relaciona el vampirismo con los hombres hallados culpables de graves males, lo cual puede también relacionarse con el hecho de mantener tratos con el diablo.
En esa teoría se basa la sospecha contra Vlad Tepes: piénsese en su muerte repentina y violenta, en su vida no vivida hasta el final y atestada de actos sanguinarios y, por último, en su triple “resurrección”. Vlad Tepes fue muerto en un cambio de año. Y, ciertamente, no se trata de una época como otra cualquiera. Aquí, en el umbral entre el pasado y el futuro, en la penumbra del giro del tiempo, el Mal ejerce poderes sobre la Tierra y no está de más tomar especiales precauciones para proteger el cuerpo y el alma contra los poderes diabólicos. Pero si Vlad Tepes hubiera tenido que defenderse contra un ataque del demonio, habría estado totalmente desprotegido, porque en el apuro no habría podido recurrir a la confesión ni al sacramento. Otro argumento es obviamente su apodo, Draculea, hijo de Drácula. Mientras el padre fue miembro de la orden del Dragón, cuyo benigno lema rezaba: “Oh, cuán compasivo, justo y piadoso es Dios”, al hijo le correspondieron otras cualidades. Lo cierto es que Vlad II y Vlad III debían su apodo a la orden draconiana de Segismundo, atributo que derivaba del latín draco; este sustantivo debió de ser mal interpretado en Valaquia, porque, en rumano, dragón es baluar o, a veces, zmeu (monstruo), mientras que drac significa diablo (el sufijo ul es el artículo determinado). Dragón o diablo, sería inútil discutir:
<Y otra señal apareció en el cielo, y se vio a un enorme dragón rojo con siete cabezas, diez cuernos y siete coronas sobre sus cabezas;
<y se entabló una lucha en el cielo: Miguel y sus arcángeles lucharon contra el dragón, y peleó el dragón y también pelearon sus ángeles,
<y no vencieron, y nunca más hallaron morada en el cielo.
<Y se expulsó al gran dragón, a la vieja serpiente, como suele llamarse al diablo y a Satanás, seductores del mundo, y se le arrojó a la Tierra, allí donde también fueron arrojados sus ángeles>.
El dragón es la encarnación del Mal, del Demonio, de la Tentación. Las siete cabezas simbolizan los siete pecados capitales: orgullo, envidia, ira, pereza, avaricia, gula y lujuria. Se le considera como el signo del caos, de las fuerzas indómitas que sólo Cristo pudo eliminar definitivamente.
El aspecto del dragón recuerda al de Vlad Tepes: un monstruo que arrasa las tierras, extermina a los hombres, de espantoso semblante y a menudo dotado de alas de murciélago.
Mediante el dragón (draco), hemos alcanzado a los vampiros, pero, como se afirma más arriba, ¿cómo asociarlo al demonio (drac)? El diablo está estrechamente relacionado con el murciélago. Este es considerado siervo de Satanás, y las palabras diablo y vampiro son a menudo empleadas como sinónimos. En los exorcismos, por ejemplo, el espíritu maligno sale volando por la boca del poseído bajo la forma de un murciélago. Quien se halle en tratos con el demonio, el gran dragón, puede convertirse en vampiro, y una de las formas que tiene de manifestarse el vampiro es el murciélago. Como ser híbrido, se asimila al vampiro, ese ser mitad vivo, mitad muerto, que abandona su cueva por las noches para dedicarse a succionar.
Si, a pesar de todos estos argumentos, no se produjo antes la asimilación de Vlad Tepes al mito del vampiro, se debe sobre todo a los turcos. Un vampiro sin cabeza es evidentemente impensable, y a aquél se la habían quitado los turcos.
La unión de las mitades antagónicas, la reconciliación de lo metafísico con el hecho en sí, es mérito del escritor irlandés Abraham (Bram) Stoker, nacido en Dublín en 1847, con estudios en el Trinity College y representante del famoso actor Sir Henry Irving, había mostrado, ya a muy temprana edad, su interés pos los vampiros. Carmila, relato de vampiros de Sheridan LeFanu, publicado en 1872, le había gustado especialmente y le inspiró una primera novela, que luego desechó.
Tarde o temprano, la fascinación por lo oculto debía llevar a Stoker a Transilvania, región que, como ninguna otra, ha recogido material sobre vampiros, como lo señaló James Frazer en su libro La rama dorada (Londres, 1890), obra que, se supone, ha sido una de las fuentes de la imaginación de Stoker. En el British Museum había aún más sobre el tema. Las Canciones y leyendas nacionales de Rumanía, de E.C.G. Murray, habían sido publicadas ya en 1852, y le siguieron Cuentos de hadas y leyendas rumanas, de E. Mawes, en 1881. Es muy posible que Stoker conociera el relato de viajes de Emily Gerard, La tierra más allá de la foresta (Londres, 1888), que profundiza en el tema de la creencia de esas comarcas en los vampiros y las sagas de Transilvania, entre las que destaca Senderos jamás hollados de Rumanía, de Walker.
Pero lo que llevó a la concepción de un “supervampiro” fue aquél encuentro de Stoker con el renombrado orientalista húngaro Hermann (Arminuis) Vambery, en una tarde de 1890. Vambery, nacido en 1832, se hizo célebre por su viaje a Oriente. Disfrazado de derviche, peregrinó hasta Samarcanda y regresó con valiosos conocimientos geográficos y lingüísticos, que, en 1865, le valieron una cátedra de lenguas orientales en la Universidad de Budapest. Las culturas de Asia Central constituían el centro de gravedad de sus investigaciones, pero también se ocupaba intensivamente del reino otomano y de la historia de su propio país. En 1887, había aparecido en Londres su Historia de Hungría. Por lo tanto, fue Vambery – a quien Stoker menciona expresamente en su novela – quien le informó sobre Vlad Tepes y las leyendas en torno a su persona. Stoker tuvo incluso la posibilidad de comprobar la veracidad del informe de Vambery en un documento original: poco antes de que comenzara a escribir, el British Museum consiguió uno de los opúsculos alemanes sobre Drácula.
En sus posteriores investigaciones, Stoker se vio confrontado una y otra vez con las creencias de los rumanos en los vampiros y en sus distintas manifestaciones. En trabajos especializados, halló relatos de muy curiosas costumbres. En Rumania, era habitual desenterrar los cadáveres en determinados periodos para comprobar si se habían convertido en vampiros. A los niños se les desenterraba tres años después de su muerte, a los jóvenes cinco años después, y a los demás a los siete años. Si el proceso de descomposición era completo, se lavaban los huesos con agua y vino y se les volvía a enterrar; si no, se consideraba que el muerto se había convertido en un vampiro, de modo que se seguía el procedimiento habitual:
< Se atraviesa el ombligo del vampiro con una estaca, o se le arranca el corazón. El corazón debe de quemarse en fuego de carbón vegetal, también puede hervirse o cortarse en trozos con una hoz. En el caso de que se queme, deben juntarse las cenizas. A veces se les arroja a un río, pero lo más habitual es mezclarlas con agua y dárselas a beber a los enfermos. También se emplean como ungüento para proteger del mal a niños y animales >
El temor a los vampiros se extendió de tal modo que, en 1801, el obispo de Sige le rogó al príncipe de Valaquia, Alexander Moruzi, que los campesinos no siguieran desenterrando a los muertos. En dos ocasiones habían tenido motivos para sospechar que se trataba de vampiros. Todavía en 1919-1920, se produjo una exhumación a gran escala en Bucovina. Se difundieron historias terribles:
< Hace unos quince años, en la aldea de Amarasti, al norte de Dolj, murió una anciana, madre del campesino Dinu Georghita. Tras unos meses, los hijos de su hijo mayor empezaron a morir, uno tras otro, y luego los de su hijo menor. Presa del miedo, los hijos se decidieron a abrir la tumba por la noche, cortaron a la mujer en dos partes y volvieron a enterrarla. Pero las muertes no cesaron. Abrieron la tumba por segunda vez, y ¿cuál no fue su sorpresa? El cuerpo estaba totalmente intacto, sin la más mínima huella de profanación. Era un gran milagro. Tomaron el cadáver, lo llevaron al bosque y lo depositaron bajo un árbol situado en un lugar apartado. Allí, lo cortaron; extrajeron el corazón, del que manó sangre, lo cortaron en cuatro partes y lo quemaron a fuego de carbón. Juntaron las cenizas que, mezcladas con agua, dieron a beber a los niños. Arrojaron el cadáver al fuego, lo quemaron y enterraron las cenizas. Sólo entonces cesaron las muertes.
< En las proximidades de Cusmir se produjeron varios casos de muerte súbita en una familia. Las sospechas recayeron sobre un anciano, que había fallecido hacía tiempo. Cuando lo desenterraron, lo encontraron sentado en la posición de los turcos y completamente rojo, de modo que era él quien había destruido la familia, compuesta por gente joven, sana y fuerte. Cuando intentaron sacarlo, ofreció resistencia. Fue un mal trago para todos. Probaron con un hacha y lo sacaron, pero no pudieron cortarlo con cuchillo, por lo que cogieron un hacha una hoz, le arrancaron el corazón y el hígado, los quemaron y se los dieron de beber a los enfermos. Lo bebieron ellos, y recuperaron la salud. Enterraron de nuevo al viejo, y las muertes cesaron >.
Esperen la PARTE II el día de mañana.
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