Era un día frío y luminoso de abril y los relojes estaban dando las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en un esfuerzo para escapar al desagradable viento, pasó a toda prisa frente a las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no lo bastante rápido para impedir que se colara tras él un remolino de polvo y suciedad.
1984.
George Orwell.