La noche de los monstruos

Pocas obras en la historia de la literatura tienen un origen tan novelesco y tan bien conocido como el origen del clásico universal Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary W. Shelley. Y es ella misma la que en este texto escrito en 1831 describe cómo en aquél 1816, conocido como el año sin verano, surgió de entre los sueños la figura monstruosa que hoy en día perdura tan viva como siempre.

Fue en la noche de los monstruos cuando todo comenzó…

Los editores de las «Standard Novels», al seleccionar Frankenstein para una de sus colecciones, expresaron su deseo de que pudiera proporcionarles algún apunte sobre el origen de dicha historia. Y soy la más interesada en cumplir con su deseo, porque así ofreceré una respuesta general a una pregunta que se me hace muy a menudo: ¿cómo es posible que yo, entonces una jovencita, pudiera concebir y desarrollar una idea tan horrorosa? Es cierto que soy muy reacia a exponerme personalmente en público, pero como estos apuntes sólo aparecerán como un apéndice a un trabajo anterior, y como se reducirá exclusivamente a los asuntos que tienen alguna relación con mi profesión de escritora, apenas puedo acusarme de haberme atrevido a redactar una cuestión personal.
No es raro que, como hija de dos personas de distinguida fama literaria, tuviera desde muy pequeña la idea de escribir. Cuando era una niña ya garabateaba y mi pasatiempo favorito, durante las horas que me concedían para mi recreo, era «escribir historias». Con todo, tenía un placer aún mayor que ese, y era la formación de castillos en el aire, recrearme soñando despierta, desarrollar tramas que tenían como único objetivo la formación de sucesiones de incidentes imaginarios. Mis sueños eran a un tiempo más fantásticos y agradables que mis escritos. En estos últimos, además, era una imitadora fiel, y en vez de poner por escrito las sugerencias de mi propia imitación, más bien repetía lo que otros habían hecho ya. Lo que escribía, al fin y al cabo, estaba destinado finalmente a otra lectora, mi compañera de la infancia y mi amiga, pero mis sueños eran sólo míos; no tenía que contárselos a nadie; eran mi refugio cuando estaba triste, y mi placer más querido cuando me sentía libre.
Cuando era niña, viví sobre todo en el campo, y pasé un tiempo considerable en Escocia. Ocasionalmente hice alguna visita a otros lugares pintorescos, pero mi residencia habitual estuvo en las desoladas y lúgubres riberas norteñas del Tay, cerca de Dundee. Digo desoladas y lúgubres desde un punto de vista retrospectivo; no lo eran para mí en aquel entonces. Eran los refugios de la libertad y el encantador territorio donde, sin que nadie se percatara de ello, podía vivir con las criaturas de mi imaginación. En aquéllos momentos escribía… pero con un estilo absolutamente espantoso. Fue bajo los árboles que había en las tierras que rodeaban nuestra casa, o en las desoladas laderas de las montañas yermas, donde nacieron y crecieron mis verdaderas composiciones, los aéreos vuelos de mi imaginación. Nunca me presenté a mí misma como la heroína de mis relatos. La vida me parecía un asunto demasiado vulgar en lo que a mí se refería. No me podía imaginar que las tragedias románticas o los prodigiosos acontecimientos tuvieran alguna relación conmigo; pero yo no estaba confinada a mi propia identidad, y en aquel tiempo podía poblar las horas con creaciones que me resultaran mucho más interesantes que mis propias vivencias.
Después mi vida se hizo más compleja y la realidad ocupó el lugar de la ficción. Mi marido, en todo caso, desde el principio se mostró deseoso de que demostrara ser digna de mis padres y de que inscribiera mi nombre en el libro de la fama. Siempre me animó a que procurara una buena reputación literaria, lo cual incluso me interesaba a mí misma en aquel entonces, aunque después se convirtiera en un asunto absolutamente indiferente. En aquél momento el deseaba que escribiera, no tanto con la idea de que pudiera ofrecer algo que mereciera la pena leer, sino para que él mismo pudiera evaluar hasta qué punto yo tenía talento y si mi escritura prometía mejores frutos de allí en adelante. Sin embargo, no hice nada. Los viajes y los cuidados de la familia ocuparon todo mi tiempo; y el estudio, en forma de lecturas, o el mejoramiento de mis ideas conversando con él, mucho más culto, fueron todos los empeños literarios a los que me entregué.
El verano de 1816 visitamos Suiza y fuimos vecinos de lord Byron. Al principio pasábamos nuestras horas de ocio en el lago, o paseando por sus orillas; y lord Byron, que estaba escribiendo el tercer canto del Childe Harold, era el único que plasmaba sus pensamientos en el papel. A medida que nos los iba mostrando poco a poco, y ataviados con toda la luminosidad y la armonía de la poesía, sus pensamientos parecían una prueba de la divinidad de las bellezas del cielo y la tierra, cuyo disfrute compartíamos con él.
Pero lo cierto es que fue un verano húmedo y desapacible, y la lluvia incesante con frecuencia nos obligaba a quedarnos durante días enteros en casa. Y cayeron en nuestras manos algunos libros de terror, traducidos del alemán al francés. Allí aparecía la «Historia del amante inconstante», quien, cuando pensaba que estaba abrazando a la novia a la que había prometido su amor eterno, se encontraba en brazos del pálido espectro de la muchacha a quien él había abandonado. También aparecía el cuento de aquel pecador, patriarca fundador de una linaje, cuyo lamentable destino era dar el beso de la muerte a todos los benjamines de su maldita casa justo cuando alcanzaban la edad de la pubertad. Su figura gigantesca y sombría, ataviada como el fantasma de Hamlet, con su armadura completa, pero con la celada del yelmo levantada, se veía a medianoche, a la dudosa luz de la luna, avanzando lentamente por la lúgubre alameda. La figura se perdía entre las sombras de los muros del castillo; pero luego se cerraba un portón, se oían unos pasos, se abría la puerta de una alcoba, y él avanzaba hacia los lechos de los jóvenes muchachos, apaciblemente dormidos. Una tristeza eterna se reflejaba en su rostro cuando se inclinaba y besaba la frente de los niños, quienes desde ese momento se marchitaban como flores arrancadas por el tallo. No he vuelto a leer esas historias desde entonces, pero sus episodios permanecen vivos en mi recuerdo como si los hubiera leído ayer.
«¡Escribamos cada uno una historia de terror!», dijo lord Byron, y su proposición fue aceptada. Éramos cuatro. El famoso autor comenzó un relato, un fragmento del cual se publicó después al final del poema Mazeppa. Shelley, más hábil para adornar ideas y sentimientos con el esplendor de una brillante imaginería, y con la música de los versos más melodiosos que adornan nuestra lengua, que para inventar la trama de una historia, comenzó una basada en las experiencias de su juventud. El pobre Polidori tuvo alguna idea espantosa sobre una dama con cabeza de calavera que cargaba con ese castigo por espiar por una cerradura; he olvidado lo que veía… algo aterrador y horrible, por supuesto; pero cuando la dama fue reducida a una condición aún peor que la del renombrado Tom de Coventry no supo qué hacer con ella y se vio obligado a despacharla a la tumba de los Capuletos, el único lugar adecuado para ella. Además, los ilustres poetas, aburridos con la llaneza de la prosa, muy pronto abandonaron una tarea que no les agradaba en exceso.
Yo me empeñé en pensar una historia… una historia que estuviera a la altura de aquellas que habían propiciado nuestro reto. Una que hablaría de los misteriosos temores de nuestra naturaleza y despertara el terror más emocionante… una que consiguiera que el lector mirara a su alrededor con miedo, que helara la sangre y que acelerara los latidos del corazón. Si no conseguía esas cosas, mi historia de terror no sería merecedora de ese nombre. Pensé y medité mucho… en vano. Sentí esa desoladora incapacidad de invención que es la mayor desgracia de un escritor, cuando la triste Nada es la respuesta a todas nuestras vehementes invocaciones. «¿Tienes ya una historia?», me preguntaba cada mañana, y cada mañana me veía obligada a responder con una mortificadora negativa.
Cada cosa debe tener su principio, para hablar al estilo de Sancho; y ese principio debe estar unido a algo que ocurrió antes. Los hindúes dicen que el mundo está asentado sobre un elefante, pero advierten que el elefante se sostiene sobre una tortuga. La invención, y este debe admitirse humildemente, no consiste en crear de la nada, sino del caos; debe contarse con los materiales, en primer lugar: la invención da forma a sustancias oscuras e informes, pero no puede hacer que exista la sustancia en sí misma. En todas las disciplinas de descubrimiento e invención, incluso en aquellas que pertenecen a la imaginación, siempre recordamos la historia del huevo de Colón. La invención consiste en la capacidad para captar las posibilidades de un objeto y en el poder para moldear y revestir las ideas que sugiere.
Muchas y largas fueron las conversaciones entre lord Byron y Shelley, a las cuales yo asistía, pero casi como una oyente silenciosa. Durante una de esas conversaciones se habló de distintas doctrinas filosóficas y, entre otras, de la naturaleza del principio de la vida, y se discutió si habría alguna posibilidad de que alguna vez fuera descubierto y difundido. Ellos hablaron de los experimentos del doctor Darwin (no hablo de lo que el doctor hizo realmente, ni del o que se dijo que hizo, sino, más bien, de lo que en aquel entonces se decía que había hecho); al parecer había conservado un hilo de masa en un bote de cristal, hasta que, por algún extraordinario proceso, aquello comenzó a agitarse con un movimiento autónomo. Después de todo, ¿no era así como se generaba la vida? Quizá un cadáver podría reanimarse; el galvanismo había dado pruebas de cosas semejantes: quizá se podrían manufacturar las partes componentes de una criatura, y después podrían reunirse y dotarlas del calor vital.
La noche fue adelantando con aquella conversación, e incluso habíamos dejado atrás la hora de las brujas antes de que nos retiráramos a descansar. Cuando dejé caer la cabeza en la almohada, no me quedé dormida, aunque no podría decir que estaba despierta. Mi imaginación, sin que nadie la llamara, se adueñó de mí  y me mostró el camino, dotando las sucesivas imágenes que se despertaban en mi mente con una nitidez que iba mucho más allá de los habituales límites de una ensoñación. Vi -con los ojos cerrados, pero con una imagen mental muy clara-, vi al pálido estudiante de artes diabólicas arrodillado junto a la cosa que había logrado reunir. Vi la espantosa monstruosidad de un hombre allí tendida, y luego, mediante el funcionamiento de alguna máquina poderosa, observé que mostraba signos de vida, y se despertaba con los movimientos torpes de un ser medio vivo. Debía de ser horroroso, porque absolutamente horroroso deberían ser todos los intentos humanos de imitar la fabulosa maquinaria del Creador del mundo. El éxito debería aterrorizar al artista, y huiría de su odiosa invención, conmocionado y aterrorizado. Esperaría que, abandonada a su suerte, la débil llamita de la vida que le había infundido se fuera apagando; que aquella cosa, que había recibido una movilidad tan imperfecta, volviera a hundirse en la materia muerta; y así podría dormir con la creencia de que el silencio de la tumba sofocaría para siempre la fugaz existencia del espantoso cadáver al que él mismo había considerado como cuna de la vida. Se duerme, pero se despierta; abre los ojos, y ve aquella cosa horrorosa de pie, a su lado, abriendo las cortinas del dosel, y mirándolo con aquellos ojos inquisitivos, amarillentos y acuosos.
Abrí los míos aterrorizada. La idea se apoderó de mí de tal modo que me recorrió un escalofrío de miedo y deseé cambiar las fantasmales visiones de mi imaginación por las realidades que me rodeaban. Todo estaba en calma; la misma habitación, el oscuro parquet, los postigos cerrados, con la luz de la luna esforzándose en colarse, y el presentimiento de que el lago cristalino y los altísimos Alpes blancos estaban al otro lado. No podía librarme fácilmente de mi espantoso espectro; aún me perseguía. Debía intentar pensar en otra cosa. Pensé de nuevo en mis historia de terror… ¡mi enojosa y desafortunada historia de terror! ¡Oh! ¡Si al menos pudiera idear alguna que aterrorizara a mis lectores como yo misma me había aterrorizada aquella noche…!
Veloz como un rayo de luz, e igual de alegre, fue la idea que cruzó mi pensamiento. «¡Ya la he encontrado…! Lo que me ha aterrorizado a mí aterrorizará a otros; y sólo necesito describir el espectro que me ha estado acosando esta noche junto a mi almohada». Por la mañana anuncié que ya había pensado una historia. Comencé aquél día con las palabras «Fue una lúgubre noche de noviembre…», y me limité a transcribir únicamente los espantosos terrores de mi ensoñación.
Al principio no pensé sino en unas pocas páginas: un cuento corto; pero Shelley me apremió para que desarrollara la idea más por extenso. Ciertamente, no le debo a mi marido la sugerencia de ningún episodio, ni siquiera de una guía en las emociones, y, sin embargo, si no hubiera sido por su estímulo, esta historia nunca habría adquirido la forma con la cual se presentó al mundo. Debo exceptuar el prólogo, en todo caso. Por lo que puedo recordar, fue escrito enteramente por él.
Y ahora, una vez más, invito a mi monstruosa progenie a que siga adelante y prospere. Le tengo cariño, porque fue el fruto de días felices, cuando la muerte y el temor no eran sino palabras que no encontraban un verdadero eco en mi corazón. Sus páginas hablan de muchos paseos, muchas excursiones, muchas conversaciones, cuando no estaba sola… y mi compañero era alguien a quien ya no volveré a ver en este mundo. Pero eso queda para mí; mis lectores no tienen nada que ver con esos recuerdos.
añadiré solo una cosa más respecto a los cambios que he hecho. Se refieren principalmente a cuestiones de estilo. No he cambiado nada sustancial de la historia, ni he introducido ninguna idea nueva ni otras circunstancias accesorias. He enmendado el lenguaje donde me pareció que era tan hosco que entorpecía el interés de la narración; y esos cambios se reducen casi exclusivamente al principio del primer volumen. En términos generales, se limitan a las partes accesorias de la historia, y el núcleo y lo sustancial de la misma permanecen intactos.

M. W. S.
Londres, 15 de octubre de 1831

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