Hasta ahora hemos hablado de los orígenes y elementos simbólicos del vampiro como figura de la imaginación. Ahora hablaremos de algo más inconcebible: su paso por la historia. En el siglo XVIII el vampiro aún no es una figura literaria que produce un placentero escalofrío a la luz de la lumbre, es algo que produce una mayor inquietud. Las circunstancias que motivan su «renacimiento» en la escena europea vienen marcadas por una razón más irónica y desconcertante: la superstición. Precisamente en la era del risueño escepticismo del hombre ilustrado, el vampiro se vincula con algo tan asombroso como las epidemias, recuerdo atávico de las pestes medievales. Voltaire, que siempre había denunciado la superstición como uno de los peores azotes que había sufrido la humanidad, no podía soportar que le temor histérico que despertaban estos casos de vampirismo en los países de la Europa oriental pudiera también contaminar las tertulias de París. Se hablaba de una nueva peste desconocida hasta entonces que desconcierta tanto al juicio de la sociedad europea como cautiva a su imaginación.
El hecho no era nuevo; solamente se había olvidado. Eso sí, resultaba extraño en el siglo de las luces, pero ya en la Edad Media las infestaciones de «revinientes» habían alcanzado su punto álgido durante el siglo XII. Los casos registrados en Inglaterra, los países nórdicos y sobre todo en Rumanía, sirvieron a los teólogos medievales para teorizar sobre sus causas -siempre derivadas, según ellos, del Diablo- y sobre los signos concretos que permitían distinguirlos. Algunos eruditos de épocas posteriores continuaron escribiendo tratados, que aludían a este tema, como el célebre Dissertatio Historico-Philosophica de Masticatione Mortuorum (1679), de Philip Rohr. Pero entre todos estos pintorescos escritos destaca una curiosa rareza literaria que llegaría a tener una gran influencia en su tiempo; nos referimos al Tratado de las apariciones de los espíritus y de los vampiros o «revinientes» de Hungría (1748) del abad Dom Agustín Calmet.
«En este siglo», escribe Calmet «desde hace alrededor de sesenta años, una nueva escena se ofrece a nuestra vida en Hungría, Moravia; Silesia, Polonia: se ven, dicen, a hombres muertos desde hace varios meses, que vuelven, hablan, marchan, infestan los pueblos, maltratan a los hombres y los animales, chupan la sangre de sus prójimos, los enferman, y, en fin, les causan la muerte; de tal suerte que no se pueden librar de sus peligrosas visitas y de sus infestaciones, más que exhumándolos, empalándolos, cortándoles la cabeza, arrancándoles el corazón o quemándolos. Se da a estos «revinientes» (revenants) el nombre de upiros o vampiros, es decir, sanguijuelas, y se cuentan de ellos particularidades tan singulares, tan detalladas y revestidas de circunstancias tan probables y de informaciones tan jurídicas, que no puede casi rehusarse a la creencia que tienen en estos países, de que los revinientes parecen realmente salir de sus tumbas y producir los efectos que se les atribuyen».
Las «epidemias» de vampiros coinciden a menudo con épocas de plagas, durante las cuales hombres, mujeres y niños morían pudriéndose en los campos como los corderos de un rebaño, dejando un hedor insoportable. En medio de este dantesco panorama se propagan las habladurías sobre vampiros, se comentan casos, se recomienda emplear ajo como protección y desenterrar a los muertos sospechosos para clavarles estacas o quemarlos… El vampiro simboliza la llegada de la peste y se le atribuye toda la causa de su origen.
Por espacio de cien años, estas «epidemias» tuvieron lugar en Istria (1672), en el este de Prusia (1710 y 1721), Hungría (de 1725 a 1730), en la Serbia austríaca (de 1725 a 1732), de nuevo entre los prusianos (1750), en Silesia (1755), Valaquia (1756) y en Rusia (1772). Según se desprende de estos informes, todos los casos tienen nombres propios y su investigación ha sido encargada por distintos países a hombres de confianza. El suceso que llegó a ser más conocido sucedió, según se testifica, cerca de Belgrado. La historia colectiva se apoderó de todo el pueblo y alcanzó tal magnitud que el gobierno austriaco, cuyo ejército tenía ocupada la mayor parte de Serbia, se vio obligado a intervenir.
En diciembre de 1731, una orden firmada por el emperador abre una investigación sobre los casos de vampirismo. El oficial encargado de llevarla a cabo es médico, se llama Johannes Fluckinger, e interroga con escrúpulo a los vecinos de la localidad y en particular a una compañía de bandidos serbios mercenarios, llamados heiduques. Su declaración es unánime. Calmet también registra la historia: «Hace alrededor de cinco años que un cierto heiduque habitante de Médreïga, llamado Arnold Paul, fue aplastado por la caída de un carro de heno. Treinta días después de su muerte, cuatro personas murieron súbitamente de la manera que mueren, según la tradición del país, los que son perturbados por los vampiros. Se acordaron entonces de que Arnold Paul había contado a menudo que, en los alrededores de Cassova y en las lindes de la Serbia turca, había sido atormentado por un vampiro…, pero que había encontrado el medio de curarse comiendo tierra del sepulcro del vampiro y frotándose con su sangre; precaución que no le impidió, sin embargo, llegar a serlo después de su muerte, porque fue exhumado cuarenta días después del entierro y encontraron en su cadáver todas las marcas de un vampiro. El cuerpo estaba bermejo; los cabellos, las uñas y la barba se habían renovado; y las venas estaban todas llenas de sangre fluida, que rezumaba por todas las partes del cuerpo debajo del sudario en el que había sido envuelto. El hadnagui, en presencia del cual se hizo la exhumación y que era un hombre experto en vampirismo, hizo clavar, según la costumbre, una estaca muy aguda en el corazón del difunto, atravesándole el cuerpo de parte en parte, lo que le hizo dar, según dicen, un espantoso grito, como si estuviera aún con vida. Hecho lo cual, le cortaron la cabeza y lo quemaron. Después se usó el mismo procedimiento con las otras cuatro personas muertas de vampirismo, por miedo a que fuesen a matar a otros a su vez.
Todas estas diligencias no han podido, sin embargo, impedir, al cabo de cinco años, esos funestos prodigios empezaran de nuevo, y que varios habitantes del mismo lugar hayan desgraciadamente perecido. En el espacio de tres meses, diecisiete personas de diferente edad y sexo han muerto de vampirismo, algunas sin estar enfermas y otras después de languidecer durante dos o tres días.».
Por increíble que parezca, este informe causó sensación en su época, y al mismo año de su publicación apareció en Leipzig una versión barata de esta historia que llegaría a difundirse por toda Europa. Varios periódicos ingleses publicaron diferentes traducciones, adaptaciones y artículos, y comentaron la noticia. Según Horace Walpole, el rey Jorge II de Inglaterra no ponía en duda la existencia de los vampiros, y hasta Luis XV de Francia se tomó el interés personal de ser informado al respecto.
Otra cosa muy distinta es le ambiente que se respira en la república de las letras. Voltaire exclama en su Diccionario filosófico: «¿Es posible que haya vampiros en nuestro siglo XVIII, después del reinado de Locke, de Shaftesbury, de Trenchard y de Collins? ¡Así que en el reinado de Alembert, de Diderot, de Saint-Lambert y de Duclós se cree en la existencia de vampiros, y el reverendo benedictino Dom Agustín Calmet ha impreso y reimpreso la historia de vampiros con la aprobación de la Sorbona…! Polonia, Hungría, Silesia, Moravia, Austria o Lorena, eran los países donde los muertos practicaban esta operación. Pero en Londres y en París nadie ha hablado de vampiros. Admito que en estas dos ciudades han existido agiotistas, recaudadores de impuestos y hombres de negocios que chupan la sangre del pueblo a plena luz del día, pero no estaban muertos, aunque sí lo suficientemente corruptos. Estos auténticos chupones no vivían en cementerios sino en palacios hermosos». Y concluye: «La consecuencia de todo esto es que una gran parte de Europa estuvo infestada de vampiros durante cinco o seis años, y que hoy ya no existen… que resucitaron muertos durante varios siglos, y que hoy ya no los resucitan; que tuvimos jesuitas en España, en Portugal, en Francia y en las dos Sicilias, y que hoy ya no los tenemos».
Desde 1732, en Francia, se publican al menos doce tratados y cuatro disertaciones sobre vampiros, el mayor de los cuales es el de Calmet, a quien el padre Feijoo dedica una de sus Cartas eruditas. Las razones que se dan para dilucidar el fenómeno son de la índole más variada: argumentos teológicos que atribuyen el prodigio a la obra de Satán; explicaciones «científicas» que aclaran el enigma de la incorruptibilidad de los cuerpos relacionándolo, en unos casos, con ciertas condiciones del suelo que retardarían la corrupción, y en otros, con la catalepsia y las plagas de gérmenes desconocidos: o sencillamente como simples efectos de la superstición popular. En el debate se implican las figuras más preclaras del a Ilustración como Voltaire, Diderot, el marqués de Argens y Rousseau.
Rousseau no pensaba de forma diferente que Voltaire, pero no estaba tan interesado como éste en zanjar rápidamente el asunto denunciándolo como superstición; le importaba más desentrañar la razón por la cual el vampiro producía en el pueblo un miedo tan arraigado. Desde su punto de vista, concernía a los filósofos «buscar las causas que pueden producir hechos tan poco acordes con la naturaleza». Mantenía una opinión distante frente a los testimonios de las epidemias, sin entrar a emitir juicios demasiado categóricos sobre ellos; y en su carta al arzobispo de París, Christophe de Beaumont, escribe ponderadamente: «Si alguna vez en el mundo ha existido una historia garantizada y demostrada, es la de los vampiros. No falta nada: informes oficiales, testimonios de personas dignas de crédito, médicos, sacerdotes, jueces; existen toda clase de pruebas… Pero ¿quién puede aventurarse a decirme cuántos testigos son necesarios para hacer creíble un fenómeno semejante?».
A Rousseau le parecía baladí entrar a discutir sobre las pruebas y refutaciones de la existencia de los vampiros. El centro de la cuestión descansaba en defender la posición de la razón frente a las sutilezas eruditas de las que se servían los funcionarios eclesiásticos, como Calmet, para ayudar a mantener la sumisión del pueblo y la gente crédula a los agentes del Dios omnipresente y mostrar así el verdadero nudo del problema, que no es otro que «el sentido mismo de la superstición».
Finalmente, Calmet tenía razón (aunque de forma involuntaria) cuando afirmaba en su prefacio que «cada siglo, cada país, tiene sus prevenciones, sus enfermedades, sus modas , sus inclinaciones que los caracterizan, y que pasan y se suceden las unas a las otras», así pues, «lo que ha parecido admirable en un tiempo, se convierte en lamentable y ridículo en otro». Como sucede a los ojos de hoy con todos estos testimonios y controversias que no nos parecen más que pintorescas curiosidades del pasado. Todas estas cosas tienen la rara virtud de afinar nuestra mirada retrospectiva; la saludable consecuencia de romper los tópicos unívocos que atesoramos sobre esta época, para abrirnos los ojos a los claroscuros del siglo de las luces; pues esa centuria tan joven y fresca en muchos aspectos, esa época inolvidable que hospeda en estado puro todas las ideas seminales de la modernidad, no fue sólo la época de Kant, de Newton y de Hume, fue también el siglo de Mesmer y de Swedenborg, del frenesí gótico, de Fuseli y de los proverbios infernales de Blake; y, he aquí nuestra sorpresa, también «la edad de oro del vampiro», tal como demuestra en su libro Tony Faivre.
¿Qué sucedió en el siglo siguiente? La superstición vampírica quedó definitivamente relegada a los confines más rurales de la Europa del este. En las grandes urbes del siglo XIX el vampiro sólo visita a los artistas y escritores románticos, que asocian la nueva superstición a un nuevo concepto de poesía o fórmula literaria. Para muchos escritores románticos, el vampiro es una fuente de inspiración ideal para desarrollar su nueva estética. En sus Melanges de littérature et de critique (1820), Charles Nodier escribe:
«En política sabemos dónde estamos; en poesía nos encontramos en un período de pesadilla y de vampiros. En general las supersticiones favorecen a la poesía. Y, según esta hipótesis, constituyen toda la poesía, pues no hay poesía sin religión». De este modo, los románticos emprenderán una búsqueda exacerbada de lo extraño, empujados por el acuciante deseo de escribir sobre todos aquellos misterios que la razón ilustrada les ha robado.
«Soy una parte de la parte que al principio era todo; una parte de esa oscuridad que dio nacimiento a la luz, la luz orgullosa que ahora disputa a su madre, la Noche, su antiguo rango y el espacio que ella ocupaba», escribe Nerval. La poderosa energía numinosa que irradia la noche cautiva el alma romántica, cuya sensibilidad desea con ardor no ignorar nada de las oscuras regiones del psiquismo. Tanto la aventura metafísica de los románticos alemanes e ingleses como el descubrimiento por parte de la novela gótica del horror como fuente de deleite, abrieron el telón a un nuevo escenario estético de «belleza turbia», en donde lo horrendo se convierte en una categoría estética. A la claridad discursiva de la razón ilustrada, le sucede la vivencia inefable del sentimiento y la sensación. La nueva poesía debe extraerse de todo lo que anteriormente había sido considerado reprobable. Y así, la apolínea belleza racional del neoclasicismo deja paso a una nueva condición del gusto, gobernada por lo horripilante, que se convertirá en una nueva fuente de placer estético, que Shelley definió como «la tempestuosa belleza del terror».
En su espléndido libro sobre el romanticismo negro, Mario Praz establece las líneas anatómicas de esta belleza maldita. Después de Milton, el ángel caído adquiere un nuevo esplendor poético; su indomable rebeldía investida de cualidades heroicas se erige en un objeto de culto. Baudelaire define la belleza del siglo como algo ardiente y triste, que si se aprecia en la cara de una mujer bella y seductora puede hacernos soñar vagamente con la voluptuosidad y la tristeza, pero si se trata del rostro de un hombre, «el más perfecto ejemplo de belleza viril es Satán – a la manera de Milton».
El paraíso perdido sugiere el arquetipo de esta nueva belleza, y será lord Byron quien encarne vitalmente este modelo al convertirse su vida en leyenda. El pulso de su existencia siempre se vio acelerado por la rebeldía, llevada a veces al paroxismo. Para él una vida sin las emociones tumultuosas de la pasión era una vida muerta: «sin ella vegetamos». Se cuenta que, cuando le practicaron la autopsia, su corazón y su cerebro presentaban síntomas de edad muy avanzada, a pesar de haber muerto a los treinta y seis años. «El gran objetivo de la vida es la sensación», decía, «sentir que existimos, incluso a través del dolor». Así, siempre hubo en su vida algo de tortura moral, de sabor a fatalidad, y en sus relaciones amorosas no cesó de buscar una perversa voluptuosidad en destruir y autodestruirse. Como un actor, representando la angustia de ese período, Byron asume ante el inmenso auditorio de su época el papel del amante fatal para consumar el amor maldito, encarnando en su vida lo que Blake entendió como los dos estados contrarios del alma, es decir, el cielo o el infierno, Byron escogió ponerse a merced del segundo.
La crueldad del lord con sus amantes se haría famosa en toda Europa, gracias a la venganza que perpetró lady Caroline Lamb en su novela gótica Glenarvon, publicada anónimamente, en donde retrataba a su antiguo amante cargando las tintas. La novela alcanzó el éxito esperado, y, por supuesto, todo el mundo supo quién había sido la fuente de inspiración de su malvado personaje central. Esta obra ayudó a extender la moda del vampirismo por Europa, al identificar el papel satánico que le gustaba representar al lord con los elementos comunes del cliché literario del vampirismo. Incluso Goethe llegó a decir que Byron estaba poseído por una «atracción demoníaca» irracional que ejercía gran influencia sobre los demás. Flaubert retrata al lord como alguien que «no creía en nada sino en todos los vicios, y en un Dios vivo que solamente existe para hacer posible el placer del mal». Bajo estos rasgos subidos de tono de malditismo, no resulta nada extraño que Byron fuera el inspirador del primer modelo de vampiro, y el aura desafiante de su vida lo que infundiera vigor a este nuevo modelo literario.