Especial Vampiros: #4 Primeros esbozos de la literatura vampírica

El primer cuento de vampiros europeo comenzó a incubarse en villa Diodati, una mansión al borde del lago Lemán, curiosamente, visitada antes por Milton. Allí se reunieron, como es célebre, lord Byron, como anfitrión, su secretario el doctor Polidori, Percy y Mary Shelley y M.G. Lewis, como sus invitados, y la hermanastra de Mary, Claire, en calidad de amante y mártir. Aquel mes de junio de 1816 fue húmedo y lluvioso y solía tenerlos confinados durante días en el interior de la casa. Por azar, disponían de un grueso volumen de cuentos de fantasmas (según un especialista, Fantasmagoriana) y, para distraer la lentitud de aquellos días, bañados en láudano, leían en voz alta aquellas historias macabras que luego se alargaban en interminables disquisiciones.

«Muchas y largas fueron las conversaciones entre lord Byron y Shlley, -escribe Mary Shelley en su prefacio a Frankenstein– de las que fui oyente fervorosa aunque casi muda. En el curso de de una de ellas discutieron sobre diversas doctrinas filosóficas, entre otras la naturaleza del principio vital y la posibilidad de que se llegase a descubrir tal principio y conferirlo a la materia inerte». Se habló de los experimentos del doctor Darwin, padre de Charles, y fantasearon con la posibilidad de poder infundir vida o reanimar un cadáver, o fabricar las partes de una criatura, ensamblarla y dotarla de calor vital. La noche pasó rápidamente con esta charla y cuando se retiraron a descansar, Mary no podía dormir: «Mi imaginación, espontáneamente, me poseía y me guiaba, dotando a las sucesivas imágenes que surgían en mi mente de una viveza muy superior a los habituales límites de la ensoñación. Vi -con los ojos cerrados, pero con la aguda visión mental- al pálido estudiante de artes impías de rodillas junto al ser que había ensamblado. Vi al horrendo fantasma de un hombre tendido; y luego, por obra de algún ingenio poderoso, lo vi manifestar signos de vida y agitarse con movimiento torpe y medio en vida». Cuando despertó, invadida por el terror, le fue imposible librarse de la espantosa imagen fantasmal: «seguía presente e mi imaginación»; lo cual es de agradecer, pues gracias a ello escribiría años después su inolvidable Frankenstein, cuyo «Prometeo moderno» ha terminado siendo profético.

Según Mary Shelley, fue Byron quien propuso que cada uno escribiera un cuento de fantasmas. Aunque no debemos prestar demasiado credibilidad a su relato, escrito más de quince años después, porque al tratarse de un prefacio a su obra, lógicamente omite algunos recuerdos desagradables o impropios para la época, como por ejemplo la presencia de Claire, hermanastra de May y amante de Byron, entre otras cosas. El diario de Polidori refleja mejor el clima mental de Diodati durante esas velados góticas. El 18 de junio -cuando las sesiones de cuentos macabros estaban en su punto álgido- anota: «Comencé a contar mi historia de fantasmas después del té. A las doce, empezamos a habalr realmente delo espectral. L.B. repirió algunos versos del Christabel de Coleridge sobre el pecho de la bruja; luego se hizo el silencio. Shelley, de repente, llevándose las manos a la cabeza, salió del cuarto corriendo y chillando con una vela en la mano. Se echó agua en la cara y luego le dimos éter. Mientras estaba mirando a la Sra. S., pensó de pronto en la historia de una mujer que le habían contado que tenía ojos en lugar de pezones, y esto se apoderó de su mente y le sumió en el horror».

A pesar de todos estos desórdenes y paranoias, quizá debidas al láudano, lo cierto es que este singularísimo grupo de personas cumplió bastante bien con lo establecido, al menos, dos de ellos finalizaron por completo su historia. Según su esposa, Shelley empezó un relato inconcluso basado en las experiencias de la primera etapa de su vida; Byron, que por entonces estaba enfrascado con el canto tercero de Childe Harold, pronto se aburriría del relato que había iniciado sin llegar a terminarlo. Mary, por entonces una jovencita de diecisiete años, guardó en la mente su memorable pesadilla, que más tarde se convertiría en Frankenstein. Y Polidori, después de escuchar la narración de Byron, comenzó a bosquejar su versión.

Cuatro años después, se publicaría The Vampire, A Tale, cuando Polidori casi había olvidado el tema. El cuento apareció falsamente atribuido a Byron por una astuta argucia de su editor, circunstancia que favoreció notablemente el éxito de la obra. Y así, sin proponérselo, Polidori -un pobre diablo de veinticuatro años, que moriría dos años después de sobredosis de drogas- puso en movimiento, con su perverso lord Ruthven, el prototipo del vampiro de la literatura inglesa: el del aristócrata enigmático y distinguido, aparentemente frío, perverso y terriblemente fascinador para las mujeres. Desde Varney a Drácula o a cualquier vampiro clásico del cine, este modelo (mejor o peor concebido) siempre pertenecerá a este linaje literario.

Sin embargo, a pesar del sentido fundacional que tiene este prototipo en la literatura anglosajona, el personaje de Polidori no es la primera aparición del vampiro en la literatura europea. Un esbozo inicial apareció en 1797, al cumplir Goethe cuarenta y siete años. En ese año, además de retomar la idea de Fausto, treinta y tres años abandonada, este genio alemán concebirá, a través de sus cartas con Schiller, todo el argumento de su obra maestra. Pero 1797 no es sólo el año germinal de Fausto, es también para él «el año de las baladas», por la cantidad de ellas que compone durante ese breve período. La balada (lieder) tuvo siempre para Goethe un encanto especial, pues veía en ella, muy acorde con sus teorías morfológicas naturales, la planta primigenia del jardín poético: aquélla que permitía descubrir le trasfondo ancestral de un mundo lleno de tesoros simbólicos; una especie de archivo del inconsciente humano que, proveniente de canciones populares, de narraciones mitológicas griegas y orientales, servía para explicar muchos misterios del alma humana.

Una de sus baladas más conocidas es La novia de Corinto, escrita entre el 4 y el 5 de junio de ese año. Era «una idea que llevaba tiempo acariciando»; su tema, quizá suscitado por las habladurías sobre vampiros que llegaban desde Prusia y los países eslavos, en realidad está inspirado en fuentes clásicas; concretamente de De Rebus Mirabilis de Flegon de Tralles, obra que tenía un relato muy semejante al argumento de Filóstrato. Es la historia de un joven ateniense que llega a Corinto a ver a un amigo de su padre para casarse con su hija, a quien estaba prometido desde hacía tiempo por un acuerdo familiar. Pero entre tanto, mientras que él y todos los suyos seguían siendo paganos, la otra familia se había bautizado, convirtiéndose a la nueva fe. Cuando llega el joven a la casa de su prometida, ésta estaba en silencio. Sólo le recibe la madre, con grandes muestras de cariño, y le sirve la cena. pero el joven está rendido por el i¿viaje y pronto se retira a dormir. Sin embargo, se despierta a altas horas de la noche. Alguien ha entrado en su habitación. Es una hermosa doncella, muy pálida, con una cinta negra y dorada en la frente; al verse sorprendida, se detiene atónita por encontrar un huésped en su casa, y se disculpa por su intromisión. El joven se alza del lecho y la invita a quedarse con dulces palabras. La muchacha le confiesa apenada que los dioses han abandonado su casa y que en su lugar han dejado a un dios a una cruz clavado. También dice que nunca podrán disfrutar del amor porque su segunda hermana es la destinada a casarse con él. Pero él insiste en que se quede con él y celebren juntos un banquete; y ella acepta, pues Amor le ha visitado.

Beben vino y ella parece reanimarse, aunque rechaza sus acercamientos, diciéndole que no toque su carne fría porque es como la nieva, sin emoción. Pero él la toma en sus brazos, lleno de pasión. El ardor y el dolor parecen encender sus mejillas, sin llegar a estremecer su alma. Entre tanto, las voces despiertan a la madre, quien se acerca a la puerta y entra. Al ver que era su hija, indignada, la expulsa a gritos del cuarto. Pero ésta, de pronto, se eleva por el aire, como movida por una fuerza sobrenatural, y exclama: «¡Madre, no merezco esto! ¿Qué hice yo para que me arrebates esta hermosa noche en que empiezo a sentirme otra vez mujer?». Y cuenta que cuando ella murió y enterraron su cuerpo en una tumba mal cerrada, logró liberarse de ella gracias a las preces mortuorias de un prelado pagano. Pero ese impulso es el amor, pues antes de morir, cuando Venus tenía su altar en su casa, este joven le fue prometido. Luego, la promesa cayó en el olvido, pero nunca un dios, aunque una madre llore, separa a dos seres unidos por el amor: «de la tumba me he levantado, a buscar a mi prometido, para hallar al hombre que amo y beber la sangre de su sien. Luego, me iré a buscar a otros hombres». Y mirando al joven le dice: «Hermoso, no vivirás mucho, pues hoy mismo morirás».

Después, pide a su madre un último deseo: que abran su mausoleo y enciendan una gran hoguera y dejen que ardan juntos los que se aman, pues cuando el fuego los haya consumido en esta tierra, su ser volará a los dioses.

Sin saberlo, Goethe ya insinuaba en su poema todos los motivos sobre un tema que obsesionará a muchos escritores del siguiente siglo, pues el mal vinculado al erotismo y la muerte ocuparán el centro de las obras de imaginación. Pero si en la primera parte del siglo XIX el amante fatal de las novelas góticas es normalmente un hombre inspirado en el aura byroniana, en la segunda mitad del siglo, la mujer irá cada vez cobrando mayor presencia y fuerza simbólica en la imaginación masculina de la época; como dijo una vez mademoiselle de Lespinasse, «acaso el hombre no sea otra cosa que el monstruo de la mujer, y la mujer, el monstruo del hombre».

Aunque en la primera etapa del romanticismo ya hay bastantes mujeres fatales -Matilde, Salambó, Carmen, etc.-, todavía no se ha creado del todo la figura de la femme fatale, como existe el prototipo del héroe byroniano. Es cierto que ya han aparecido en escena la lamia de Keats, y las vampiresas de Goethe, Tieck y E.T.A. Hoffmann, pero el arquetipo aún no se ha terminado de perfilar. Habrá que esperar a que aparezca consumado ese extraño frenesí por la bella difunta con las alucinadas descripciones de Poe -sobre todo Ligeia y Berenice– o a la obscena y deliciosa cortesana Clarimonda. Habrá que aguardar a los sombríos y melancólicos poemas de Baudelaire o a las lésbicas pasiones de Carmilla para que se vayan perfilando las características definitivas de la belle dame sans merci. Un arquetipo turbio y tenebroso, que reúne en si mismo todo el poder de seducción, vicio y voluptuosidad que desprende la fantasía masculina sobre la mujer, estrechamente unida a la inequívoca presencia de la muerte que es, al fin y al cabo, en donde desembocan todas las turbulentas pasiones despertadas por las vampiresas. «Vivo en tu cálida vida», dice la cruel Carmilla a su joven víctima, «y tú morirás… morirás, dulcemente morirás… en la mía. No puedo evitarlo. Así como yo me acerco a ti, a su vez, tú te acercarás a otros, y conocerás el éxtasis de esa crueldad, que, sin embargo, es una forma de amor». Así es el amor de los muertos: cruel y egoísta. O como dice Carmilla: «el amor es siempre egoísta, cuanto más apasionado, más egoísta».

Todos los aspectos negativos del amor -los celos, el odio y la pasión devoradora- se escenifican en esta tragedia amorosa, donde la indiferencia es lo único que no tiene cabida: «era como el ardor de un enamorado, me turbaba: era algo odioso y, no obstante, irresistible».

El círculo del amor maldito juega aquí con todos las ambigüedades entre el placer y el dolor, el amor y la crueldad: juego fatal entre la víctima y su verdugo. Algo que ya había pronosticado Novalis en sus Fragmentos de psicología cuando escribe: «Es extraño que no se haya despertado la atención de los hombres hacia el estrecho parentesco y tendencia común que existe entre voluptuosidad, religión y crueldad». Esta reflexión no es nueva. Ya el Marqués de Sade había dejado suficientes pruebas en sus novelas de cómo la pasión llevada hasta las últimas consecuencias se vuelve asesina. Desde su oscura y húmeda celda en la Bastilla, Sade imaginó las mil maneras posibles de consumar un erotismo cuya esencia fuera la crueldad, donde el dolor fuera la fuente del placer. Toda su obra desprende una profunda atracción hacia el mal y una obsesión atosigante por hacerlo deseable. De este modo, elaboró un sistema filosófico contrario a la religión, con el fin de desafiar el orden natural y poder así convertir la sexualidad en atracción a la muerte, una muerte que tiene al dolor por aliado.

En la repetitiva y tediosa sucesión de escenas eróticas que pueblan todos sus libros, Sade quiere transmitirnos su idea obsesiva de cómo el dolor de la víctima va creciendo en igual proporción al placer de su verdugo. De esta forma, une la transgresión del erotismo frenético, opuesto a todo freno moral, con la vivencia sagrada de la muerte como sacrificio. Y aquí tocamos puntos comunes al vampirismo, aunque la intensidad del erotismo tenebroso del vampiro no radica en el dolor físico. Su mordisco no sólo es anestesiante, sino que provoca un delirio erótico en su víctima que roza todas las ensoñaciones y sensaciones de lo prohibido. Aquello que ya había experimentado Sade en sus orgías con prostitutas, se cumplirá más tarde en Baudelaire cuando dice: «La voluptuosidad única y suprema del amor es la certeza de hacer el Mal».

De este modo, a lo largo de todo el siglo, esta doble figura de atracción y repulsión se convirtió en una obsesiva fantasía masculina, que proyectaba lo diabólico sobre la mujer. Esta fantasía sirvió a estos escritores para dar rienda suelta a una imaginación literaria, siendo el vampiro el perfecto catalizador de todas las sombras reprimidas de la sociedad burguesa; aquellas ardientes imágenes de la tiniebla que las formas bienpensantes de la burguesía no dejaban escapar a la luz del mundo; pues el artificio de las costumbre sociales no sólo ocultaba el miedo latente que sentían hacía la mujer libre, sino, sobre todo, el íntimo terror que les producía la perversa unión simbólica que se teje entre el ardor del deseo y el frío temblor que produce la muerte.

 

Fuente: Siruela, J. (2010).
Vampiros. España. Atalanta.

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