Relato contenido en el libro «El hombre ilustrado», escrito en 1951.
Este relato lo encontré muy interesante ya que los personajes principales son nada más y nada menos que autores clásicos que destacaron en el ámbito del terror y la fantasía: Edgar Allan Poe, Ambrose Bierce, Algernon Blackwood, Lewis Carroll, Arthur Machen, Charles Dickens (quien por cierto dice no saber por qué lo incluyeron), entre otros.
Estos autores muertos, que han sido desterrados por el mismo hombre en el año 2020 y condenados al olvido, se ven obligados a «mudarse» a Marte, conviviendo entre ellos con sus propias creaciones literarias en un mundo idílico. Poéticamente, los autores sobreviven debido a los casi nulos libros y recuerdos que se tienen de ellos, pero esto se verá amenazado con la llegada inesperada de ciertos intrusos en su ahora hogar, el cuarto planeta del Sistema Solar.
No diré más, disfrútalo por ti mismo.
Al final del texto encontrarás un archivo Pdf para su descarga.
«LOS DESTERRADOS»
Los ojos de las brujas eran de fuego y de las bocas les salía un aliento de llamas. Inclinadas sobre el caldero probaban el líquido con palos grasientos y dedos huesudos.
en la lluvia, el relámpago o el trueno?
Las brujas bailaban tambaleándose en la playa de un mar seco, viciando el aire con sus tres lenguas, y calcinándolo con el brillo malévolo de sus ojos de gato.
¡que el fuego arda y que hierva el caldero!
Las brujas se detuvieron y miraron a su alrededor.
-¿Dónde está el cristal? ¿Dónde están las agujas?
-¡Aquí!
-¡Bien!
-¿La cera amarilla está bien espesa?
-¡Sí!
-¡Arrojadla en el molde de hierro!
-¿La figura de cera está lista?
El muñeco goteó como una melaza entre las manos voraces.
-Atravesadle el corazón con la aguja.
-¡El espejo, el espejo! Sacadlo del saco del Tarot. Limpiadle el polvo, ¡mirad un momento!
Se inclinaron sobre el cristal con los rostros blancos.
-Mirad, mirad, mirad…
Un cohete se movía por el espacio, desde el planeta Tierra hacia el planeta Marte.
Dentro de la nave agonizaban unos hombres.
-¿Qué pulso tiene? -preguntó el capitán.
El enfermero contó los latidos.
-Cuídese, doctor. Tiene usted un pulso bastante rápido.
El capitán se acercó a la ventanilla. Las cuidadas manos le olían a mentol, iodo y jabón antiséptico. Se había cepillado los dientes y se había frotado con fuerza las orejas y las mejillas. Su uniforme tenía el color de la sal. Sus botas eran como espejos oscuros y brillantes. El cabello crespo y cortado al rape le olía a alcohol. Hasta su aliento era suave y limpio. No tenía una sola mancha. Era un instrumento nuevo y afilado que conservaba aún la temperatura del autoclave.
Los otros tripulantes estaban cortados por la misma tijera. Uno esperaba ver en sus espaldas unas llaves enormes que giraban lentamente. Eran juguetes costosos, eficaces, bien aceitados, obedientes y veloces. El capitán observó el planeta que crecía en el espacio.
-Dentro de una hora estaremos en ese lugar maldito. Smith, ¿ha visto usted algún murciélago? ¿Ha tenido usted pesadillas?
-Sí, señor. Un mes antes que el cohete saliera de Nueva York. Unas ratas blancas me mordían el cuello, me bebían la sangre. No dije nada. Temía que usted no me dejase venir.
-No importa -suspiró el capitán-. Yo también he tenido pesadillas. Hasta poco antes que saliéramos de la Tierra yo nunca había soñado. Ni un solo sueño en mis cincuenta años de vida. Y desde entonces todas las noches sueño que soy un lobo blanco. Me cazan en una colina de nieve y me matan con una bala de plata. Y con una estaca me atraviesan el corazón. -Señaló Marte con un movimiento de cabeza-. ¿Cree usted, Smith, que ellos saben que estamos llegando?
-No sabemos si se trata de marcianos, señor.
-¿No sabemos? Comenzaron a asustarnos hace ocho semanas, antes que dejásemos la Tierra. Mataron a Perse y a Reynolds. Ayer dejaron ciego a Grenville. ¿Cómo? No lo sé. Murciélagos, agujas, sueños, hombres que mueren sin motivo. Brujería, lo hubiesen llamado antes. Pero estamos en el año 2120, Smith. Somos hombres de mente clara. Esto no puede ocurrir. Y sin embargo ocurre. Quienes quiera que sean, con sus agujas y sus murciélagos, tratan de terminar con nosotros. -Se volvió hacia Smith-. Smith, traiga esos libros que hay en mis estantes. Quiero tenerlos conmigo en el momento de aterrizar.
Las tres hechiceras levantaron el espejo donde temblaba la imagen del capitán. La vocecita tintineó dentro del vidrio.
El señor Edgard Allan Poe miraba por la ventana de la torre, envuelto en una vaga aureola de alcohol.
-Hoy vi a Will Shakespeare en la costa, temprano Estaba azotando a las brujas. Había extendido todo su ejército a lo largo del mar. Miles. Las tres brujas, Oberón, el padre de Hamlet, Puck… todos, todos ellos… ¡Miles! Un mar de gente.
-¿Pero acaso una manada de lobos vacila en matar a su presa y devorarle las entrañas? dijo Bierce-. Será en verdad una guerra, realmente. Me haré a un lado y llevaré la cuenta. Tantos terrestres quemados en aceite, tantos manuscritos encontrados en botellas reducidos a cenizas, tantos terrestres traspasados por agujas, tantas Muertes Rojas puestas en fuga por una batería de jeringas hipodérmicas… ¡ja, ja! Poe se balanceó colérico, ligeramente borracho.
-¿Qué hemos hecho? Póngase de nuestro lado, Bierce, ¡por favor! ¿Nos ha juzgado limpiamente un grupo de críticos? ¡No! Tomaron nuestros libros con unas pinzas de cirugía, limpias y esterilizadas, y los arrojaron a unos tanques, para que hirviesen, ¡para matar sus mortíferos gérmenes! ¡Malditos sean!
-Encuentro divertida nuestra situación -dijo Bierce.
Un grito histérico que venía de la escalera de la torre interrumpió la charla.
-¡Señor Poe! ¡Señor Bierce!
-¿Han oído las noticias? -gritó el hombre, tomándose de ellos como si estuviese a punto de caer en un abismo-. ¡Llegarán dentro de una hora! ¡Y traen libros! ¡Viejos libros! ¡Así dijeron las brujas! ¿Qué están haciendo en la torre en un momento como éste? ¿No piensan actuar?
-Hacemos lo que podemos, Blackwood -dijo Poe-. Usted es aún nuevo en estas lides.
Acompáñenos, vamos a ver al señor Charles Dickens…
Los tres hombres descendieron por las resonantes gargantas del castillo, por escalones verdes y oscuros, hasta la humedad, las ruinas, las arañas y las telas como sueños.
-No se preocupe. -La frente de Poe, una gran lámpara blanca que alumbraba el camino, descendía, hundiéndose en las profundidades-. Todo a lo largo del mar muerto he estado llamando a los otros. Mis amigos y los amigos de ustedes. Todos están allí. Los animales y las viejas y los gigantes de dientes blancos y afilados. Las trampas ya están preparadas, y los pozos, sí, y los péndulos. La Muerte Roja. -Se rió suavemente-. Sí, también la Muerte Roja. Nunca pensé… no, nunca pensé que un día la Muerte Roja iba a existir de veras. Pero ellos la han pedido, ¡y la tendrán!
-¿Pero somos bastante fuertes? -preguntó Blackwood.
-¡Continuad! -dijo Poe-. ¡Volveré pronto!
Todo a lo largo de la costa del mar seco unas figuras negras giraban y se empequeñecían, crecían y se transformaban en un humo negro que ocultaba el cielo. Unas campanas repicaban en las torres altas como montañas y unos cuervos de alquitrán huían ante el sonido del bronce y se dispersaban en cenizas. Poe y Bierce cruzaron de prisa un páramo solitario y un vallecito, y se encontraron de pronto en una callejuela empedrada, por donde corría un viento frío y penetrante. La gente se paseaba de arriba abajo, tratando de calentarse los pies. La niebla cubría la calle, y las velas ardían en los escaparates y ventanas donde colgaban los pavos de Navidad. A cierta distancia, algunos niños, envueltos en ropas de lana, exhalando sus pálidos alientos en el aire invernal, entonaban un villancico, mientras que las campanas de un inmenso reloj daban continuamente las doce de la noche. Otros chicos salían corriendo de la panadería llevando en los brazos harapientos unas cenas que humeaban en bandejas y fuentes de plata.
En un anuncio se leía SCROOGE, MARLEY y DICKENS. Poe hizo sonar el llamador, que era el retrato de Marley, y al abrirse la puerta brotó del interior una bocanada de música que casi los hizo bailar. Y allí, por encima del hombro de alguien que les apuntaba con una barbita y unos bigotes, vieron al señor Fezziwig, que batía palmas, y a la señora de Fezziwig, una vasta e inalterable sonrisa, que bailaba y chocaba con otros alegres compañeros, mientras los violines chillaban y las risas corrían alrededor de la mesa como los cristales de una araña de luces agitada por el viento. Sobre la mesa se amontonaban las carnes, y los pavos, y las ramas de acebo, y los gansos, y los pasteles, y los tiernos lechones coronados de salsas, y las naranjas y las manzanas. Y allí estaban Bob Cratchit y la pequeña Dorrit y Tiny Tim y el mismo señor Fagin, y un hombre que parecía un trozo de carne a medio asar, un grano de mostaza, una pizca de queso, un fragmento de papa mal cocida. ¿Quién podía ser sino el mismísimo señor Marley, con cadenas y todo? Y corría el vino, y de los pavos asados brotaba un humo que esparcía por el cuarto lo mejor de las aves.
-¿Qué quieren? -preguntó el señor Charles Dickens.
-Para uno de los visitantes.
-¿Y para los otros?
Poe sonrió otra vez, complacido.
-¿El enterramiento prematuro?
-Es usted un hombre siniestro, señor Poe.
-Soy un hombre asustado y lleno de odio. Soy un dios, señor Dickens, como usted, como todos nosotros. Y no sólo amenazaron nuestras creaciones… nuestros personajes, si así lo prefiere. Las suprimieron, quemaron, destrozaron y censuraron Acabaron con ellas. ¡Nuestros mundos se derrumban! ¡La lucha alcanza a los dioses!
-¿Y? -El señor Dickens miró a un lado y a otro, deseando volver a la fiesta, la música y
la comida-.
¿Por eso estamos aquí?
-La guerra engendra guerra. La destrucción engendra destrucción. Hace un siglo, en la Tierra, en el ano 2020, proscribieron nuestros libros. Oh, algo horrible. Destruir así nuestras obras… Tuvimos que salir de… ¿qué? ¿La muerte? ¿El más allá? No me gustan las palabras abstractas. No sé. Sólo sé que oímos el llamado de nuestros mundos, nuestras invenciones, y que tratamos de salvarlos. Hemos pasado un siglo entero en Marte, esperando que la Tierra se ahogara a sí misma con el peso de sus sabios, y las dudas de sus sabios. Y ahora vienen a arrojarnos de aquí, a nosotros y a nuestras tenebrosas creaciones, y a todos los alquimistas, brujas, vampiros y espectros que, uno a uno, se retiraron al espacio. La ciencia infestó la Tierra, sin dejarnos finalmente más salida que el éxodo. Ayúdenos, señor Dickens. Habla usted con mucha elegancia. Lo necesitamos.
-Ya se lo he dicho. No soy uno de ustedes. No estoy de acuerdo ni con usted ni con los otros -dijo Dickens, enojado-. Yo no he jugado con brujas, vampiros y cosas nocturnas.
-¿Y Cuento de Navidad?
-De un modo o de otro lo identificaron como uno de los nuestros. Destruyeron sus libros… sus mundos. ¡Tiene que odiarlos! ¡Tiene que odiarlos, señor Dickens!
-Reconozco que son unos estúpidos mal educados, pero nada más. ¡Buenos días!
-¡Deje venir al señor Marley, por lo menos!
-¡No!
El señor Poe corrió a lo largo de la costa envuelta en las sombras de la medianoche. De cuando en cuando se detenía, ante los fuegos y las humaredas, y lanzaba órdenes, o examinaba los hirvientes calderos, los brebajes y los pentagramas trazados con tiza.
-¡Muy bien! -decía y volvía a correr-. ¡Magnífico! -gritaba, y seguía corriendo. La gente se acercaba y corría con el. El señor Coppard y el señor Machen lo acompañaban ahora. Y allí, gimiendo, babeando, escupiendo, quedaron las sibilantes serpientes, los airados demonios, los feroces dragones amarillos, las víboras, las brujas temblorosas, y las púas y las ortigas y las espinas, y todo lo que el retirado mar de la imaginación había dejado en esa costa melancólica.
-Su último libro. Alguien acaba de quemarlo allá en la Tierra.
-Que descanse en paz. Nada de él queda ahora. Desaparecemos con ellos.
Un sonido veloz en el aire.
Todos gritaron, asustados, y alzaron los ojos. En el cielo, envuelto en unas luminosas y chirriantes nubes de fuego, estaba el cohete. Alrededor de las figuras de la costa se agitaron las linternas. Rechinaron los dientes, burbujearon los líquidos, y se sintió un olor de filtros destilados. Las calabazas de ojos de velas encendidas se elevaron en el aire claro y frío. Los dedos huesudos se cerraron en puños, y una bruja de boca desdentada gritó:
-¡Nave, nave, cae, destrózate! ¡Nave, nave, incéndiate! ¡Rómpete, quiébrate, fúndete! ¡Conviértete en polvo de momia, en pellejo de gato!
-Hora de irse -murmuró Blackwood-. A Júpiter, a Saturno o a Plutón.
-¿Escapar? -gritó Poe en medio del viento-. ¡Nunca!
-Soy viejo y estoy cansado.
Poe miró la cara de Blackwood y comprendió. Subió rápidamente a la cima de una duna y enfrentó las diez mil sombras grises y las luces verdes y los ojos amarillos que flotaban en el viento ululante.
-¡Los polvos! -gritó.
Un olor caliente y espeso a almendras amargas, cebollas, comino, santónico y raíces de lirio. El cohete descendía, implacablemente, aullando como un alma condenada. Poe lo miró enfurecido. Alzó los puños, y la orquesta de calor, olor y odio le respondió con un acorde. Como cortezas arrancadas de un árbol se levantaron los murciélagos. Unos corazones en llamas se elevaron como proyectiles y estallaron en el aire chamuscado como sangrientos fuegos de artificio. El cohete descendía, descendía, incesantemente, como un péndulo. Y Poe, furioso, gritaba, retrocedía mientras el cohete avanzaba y avanzaba cortando y devorando el aire. Y el mar muerto parecía una cisterna donde las víctimas esperaban el descenso de la máquina horrible, del hacha centelleante, de la roca que caía hacia ellos.
-¡Las serpientes! -gritó Poe.
Y unas luminosas serpientes de un verde ondulante atacaron el cohete. Pero el cohete -una llama, un movimiento- descendió en las arenas, a un kilómetro de distancia, lanzando alrededor los últimos restos de su plumaje rojo.
-¡A él! -gritó Poe-. ¡Cambiaremos los planes! ¡Una oportunidad aún! ¡La última! ¡A él! ¡Corran! ¡Ahoguémoslo con nuestros cuerpos! ¡Que mueran todos!
Y como si le hubiese ordenado a un mar furioso que cambiara su curso, que abandonara su lecho primitivo, los torbellinos y las salvajes trombas del fuego se dispersaron y corrieron, como vientos y lluvias y relámpagos, sobre las arenas del mar, por las hondonadas vacías, con sombras y gritos, silbidos y lamentos, chispas y corrientes, hacia el cohete que yacía extinguido, como una antorcha metálica y limpia, en el más lejano de los valles. Y como si un inmenso caldero calcinado de lava espumosa se hubiese volcado de pronto, una hirviente marea de animales y hombres cubrió los abismos desiertos.
-¡Mátenlos! -gritó Poe.
Los hombres del cohete salieron de la nave, con las armas preparadas. Dieron unos pasos, oliendo el aire como perros de presa. No vieron nada. Se tranquilizaron. Por último salió el capitán. Dio brevemente unas órdenes. Se juntaron unas maderas, se encendieron, y el fuego creció en un instante. El capitán reunió a su alrededor a los hombres, en un semicírculo.
-Un mundo nuevo -dijo, tratando de hablar con serenidad aunque de cuando en cuando miraba nerviosamente y por encima del hombro hacia el mar vacío-. El viejo mundo ha quedado atrás. Empezamos otra vez. Nada será más simbólico que dedicarnos, con mayor firmeza aún, a la ciencia y al progreso. -Hizo una seña a su ayudante-. Los libros.
La luz de la hoguera iluminó los borrosos títulos dorados: Los Sauces, El Extraño, La Mirada, El Soñador, El Doctor Jekyll y el Señor Hyde, El País de Oz, Pellucidar, El País Olvidado por el Tiempo, El Sueño de una Noche de Verano, y los monstruosos nombres de Machen y Edgard Allan Poe y Campbell y Dunsany y Blackwood y Lewis Carroll; los nombres, los viejos nombres, los nombres malditos.
-Un mundo nuevo. Con este acto tan simple quemamos los últimos restos del pasado. El capitán arrancó las páginas de los libros. Las hojas marchitas alimentaron la hoguera.
Un grito.
Los hombres dieron un salto, y se quedaron mirando, por encima de las llamas, las orillas del océano desierto.
¡Otro grito! Penetrante y triste, como la agonía de un dragón, o el espasmo de un cetáceo jadeante cuando las aguas del mar se secan y evaporan en los abismos.
El silbido del aire que corría a ocupar el sitio vacío donde antes había habido algo. El capitán dispuso del último libro arrojándolo al fuego.
-Y tenga cuidado.
FIN
Pingback: Reseña: «El hombre ilustrado», de Ray Bradbury | Poecraft Hyde