Actualmente me encuentro leyendo un libro más del versátil Kipling, del cual daré mi opinión próximamente, pero por ahora me gustaría compartirles el relato que le de nombre al título del libro. Una historia mágica de amor sobrenatural, un amor que traspasa los límites de la vida y la muerte.
La litera fantástica (1885)
Rudyard Kipling (1865-1936)
Una de las pocas ventajas que tiene la India comparada con Inglaterra, es la gran facilidad para conocer a las gentes. Después de cinco años de servicio, el hombre menos sociable tiene relaciones directas o indirectas con doscientos o trescientos empleados civiles de su provincia, con la oficialidad de diez o doce regimientos y baterías, y con mil quinientos individuos extraños a la casta de los que cobran sueldo del Estado. A los diez años sus conocimientos duplicarán las cifras anteriores, y si continúa durante veinte años en el servicio público, estará más o menos ligado con todos los ingleses del Imperio, de tal manera que podrá ir a cualquier parte sin tomar alojamiento en los hoteles.
Los enamorados de la vida errante que consideran como un derecho vivir en las casas ajenas, han contribuido últimamente a desanimar en cierto grado la disposición hospitalaria del inglés; pero hoy como ayer, si pertenecéis al Círculo Intimo, y no sois ni un Oso ni una Oveja Negra, se os abrirán de par en par todas las puertas, y encontraréis que este mundo, a pesar de su pequeñez, encierra muchos tesoros de cordialidad y de amistosa ayuda.
Hará quince años, Rickett, de Kamartha, era huésped de Polder, de Kumaon. Su propósito era pasar solamente dos noches en la casa de éste; pero obligado a guardar cama por haber sufrido un ataque de fiebre reumática, durante mes y medio desorganizó la casa, paralizo el trabajo del dueño de ella y estuvo a punto de morir en la alcoba de mi buen amigo. Polder es tan hospitalario que todavía hoy se cree ligado por una eterna deuda de gratitud con el que le honro alojándose en su casa, y anualmente envía una caja de juguetes y otros obsequios a los hijos de Rickett. El caso no es excepcional, y el hecho se repite en todas partes. Caballeros que no se muerden la lengua para deciros que sois unos animales, y gentiles damas que hacen trizas vuestra reputación, y que no interpretan caritativamente las expansiones de vuestras esposas, son capaces de afanarse noche y día para serviros si tenéis la dicha de caer postrados por una dolencia, o si la suerte os es contraria.
Además de su clientela, el doctor Heatherlegh atendía un hospital explotado por su propia cuenta. Un amigo suyo decía que el establecimiento era un establo para incurables, pero en realidad era un tinglado para reparar las máquinas humanas descompuestas por los rigores del clima. La temperatura de la India es a veces sofocante, y como hay poca tela que cortar y la que hay debe servir para todo, o en otros términos, como hay que trabajar más de lo debido y sin que nadie lo agradezca, muchas veces la salud humana se ve más comprometida que el éxito de las metáforas de este párrafo. No ha habido médico que pueda compararse con Heatherlegh. y su receta invariable a cuantos enfermos le consultan es: «Acostarse, no fatigarse, ponerse al fresco». En su opinión es tan grande el número de individuos muertos por exceso de trabajo, que la cifra no está justificada por la importancia de este mundo. Sostiene que Pansay, muerto hace tres años en sus brazos, fue víctima de lo mucho que trabajo. En verdad, Heatherlegh tiene derecho para que consideremos sus palabras revestidas de autoridad. El se ríe de mi explicación, y no cree como yo que Pansay tenía una hendidura en la cabeza, y que por esa hendidura se le metió una ráfaga del Mundo de las Sombras. A Pansay -dice Heatherlegh- se le soltó la manija y el aparato dio más vueltas de las debidas, estimulado por el descanso de una prolongada licencia en Inglaterra. Se portaría o no se portaría como un canalla con la señora Keith Wessington. Para mí, la tarea del establecimiento de Katabundi lo saco de quicio, y creo que por su trastorno mental hizo algo más que un galanteo de los permitidos por la ley. La señorita Mannering fue su prometida, y un día ella renuncio aquella alianza. Le vino a Pansay un resfrío con mucha fiebre, y de allí nació la insensata historieta de los aparecidos. El origen de todo el mal fue el exceso de trabajo. Por el exceso del trabajo anterior prospero la enfermedad y mato al pobre muchacho. Cuénteselo usted así, tal como yo lo digo, a ese maldito sistema de emplear a un hombre para que desempeñe el trabajo correspondiente a dos y medio.
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